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Crisis y resiliencia*





Me gustaría abordar el tema de la charla de hoy a partir del concepto de crisis en su generalidad. Propongo este enfoque porque me parece que el de crisis sea un concepto verdaderamente crucial a la hora de interpretar tanto el mundo en el que vivimos como también las estrategias y herramientas que, dentro de nuestro mundo, se consideran maneras legítimas, oportunas y eficaces para llevar una mejor vida.


Permítanme entonces esbozar un par de aspectos – el primero de orden conceptual, el segundo de orden histórico – sobre qué es una crisis y qué representa.


1. CRISIS

1.1 Empecemos entonces delineando el concepto de crisis. Quizá suene obvio, pero no hay crisis que se de en el vacío: la crisis es algo que sucede en un contexto, respecto al correcto funcionamiento del cual representa una perturbación sí momentánea, mas suficientemente grave para superar el umbral de la atención. Dicho contexto, a su vez, no es algo que simplemente recibe la crisis, como si ésta fuera un meteorito que procede desde fuera: no, la crisis entretiene invariablemente una relación profunda con el contexto en el cual se manifiesta – una relación tanto estructural como estructurante. Estructural porque, como hemos dicho, una crisis se presenta siempre como el producto de alteraciones sistémicas del contexto mismo; y estructurante porque se plantea como una fuerza dinámica que, por un lado, estructura de manera selectiva la atención de quienes habitan el contexto y, por otro lado, orienta la evolución del contexto mismo.


Esto por un lado. Por el otro lado, debemos estar conscientes siempre de que la crisis es inseparable del juicio que la postula y, obviamente, un juicio es siempre el juicio de alguien, lo cual quiere decir que no hay crisis que pueda ser deslindada de un preciso orden social (o biográfico, si el sujeto en crisis es una persona), ni, tampoco, y por lo mismo, de subjetividades portadoras de intereses puntuales e identificables cuya frustración se traduce en crisis.


Ahora bien, esto que acabo de decir tiene dos implicaciones importantes. Primero:el juicio que postula un estado de crisis, en tanto que se ocasiona a partir de la percepción de un interés frustrado, no traduce nunca una observación neutra sino siempre una observación ligada a un momento de una experiencia puntual. Segundo: el juicio que postula el estado de crisis no es nunca una mera descripción de un estado de cosas, sino también, de manera más o menos explícita, la prescripción de un cierto tipo de futuro posible, por supuesto acorde al interés frustrado, por lo que dicho juicio tampoco puede ser neutral.

Ahora, si el concepto de crisis está íntimamente ligado a un punto de vista contextualizado y portador de intereses específicos, no podemos pensar que las soluciones no sean, a su vez, contextualizadas y que no reflejen intereses puntuales y reconocibles. Y es aquí donde el discurso se puede tornar controversial: como sabemos, ante una situación de crisis, suelen darse no una, sino una pluralidad de posibles soluciones alternativas, la mayoría de las cuales se excluyen mútuamente. Cada alternativa apunta de hecho hacia un nuevo equilibrio que, como lo acabamos de decir a propósito del juicio, no es ni neutro ni neutral, por lo que si es normal que haya desacuerdo sobre si una situación represente o no una crisis, más aún habrá desacuerdo, e incluso conflicto, a la hora de plantear soluciones. Dicho de otra manera: si nos incomoda admitir que no hay crisis que no sea “crisis de alguien”, “crisis según alguien”; si nos desestabiliza tener que aceptar que lo que para Fulano es crisis puede que para Sutano no lo sea, más aún nos costará tener que asumir que la solución es siempre “la solución de y para alguien” – que la solución es invariablemente el resultado de una elección subjetiva sobre alternativas que, además, no solamente prometen superar la crisis sino que también – y éste es el punto – plantean un orden alternativo de realidad. ¿Por qué el binomio crisis/solución debería estar acompañado por un situación conflictiva? Pues, porque no todos los actores involucrados en el juicio de crisis comparten el mismo interés – pero sí comparten el mismo contexto, y es aquí donde radica el problema.


Voy a poner un ejemplo. Cuando, en 2007, estalló en EEUU, para luego difundirse en muchos países, la crisis del sector inmobiliario (que fue en realidad una crisis financiera), la solución que algunos países plantearon fue inyectar dinero público en el sistema bancario. ¿Era la única solución viable? Claro que no. ¿Todo mundo estaba de acuerdo con esta estrategia? Tampoco. Y entonces, ¿por qué varios gobiernos optaron por esta medida? Pues, porque sobre lo intereses legítimos de las personas predominaron los intereses, legítimos también, de los grupos financieros; pero lo que para los bancos fue una bendición, para mucha gente en carne y hueso fue una condena a muerte.


Un ejemplo más reciente. Cuando, hace ya casi dos años, se empezó a hablar de crisis sanitaria, esta descripción de hechos por otro lado incuestionables no fue aceptada por todo mundo. Al contrario, la imposición del término “pandemia” ocasionó de manera casi inmediata la oposición más o menos radical de un sinnúmero de actores sociales pertenecientes a prácticamente toda la esfera social. La pregunta es: ¿cómo es posible que pueda darse una contestación tan contundente en relación a un escenario en apariencia tan objetivo como lo es una crisis sanitaria, además de proporciones globales? Bueno, porque evidentemente la definición de crisis sanitaria, aplicada al caso específico del COVID-19, es mucho menos objetiva de como podría aparecer a una mirada superficial: el COVID configura una crisis sanitaria solo a condición de que se acepte cierta lectura de ciertos datos (lo cual, si lo miramos al espejo, se puede traducir así: solo a condición de que se acepte de omitir otras lecturas y otros datos) – sólo a condición, decía, de que se acepte cierta lectura de ciertos datos, donde además estos “ciertos datos”, como cualquier dato, deben su objetividad a un marco hermenéutico previo al dato mismo que, por su misma definición, no es ni un dato, ni mucho menos una entidad objetiva. Ahora, la misma fractura que observamos respecto a si estamos o no en una crisis sanitaria se replica a la hora de plantear una solución. Como todos sabemos, desde el inicio (me atrevo a decir: ¡desde antes!) se estableció que la única solución legítima a la “pandemia” es vacunar a todo mondo. Bueno, sabemos de sobra que esta solución, planteada como única e imperativa, no sólo legitima muchas dudas, sino que está generando tensiones y conflictos sociales de una magnitud seriamente preocupante. Otra vez: ¿cómo es posible que la solución a una crisis no solamente no sea aceptada de manera sustancialmente unánime, sino que destapa a su vez una problemática social y política que con toda probabilidad desembocará en algo peor que la crisis misma?

Bueno, antes de seguir con los aspectos de orden histórico, permítanme resumir lo dicho hasta ahora: el concepto de crisis define 1) un atropello momentáneo de la evolución de un contexto dado, 2) que suele manifestarse solo a partir de cierta perspectiva (y no necesariamente también de otras) y 3) surge en estrecha relación con un conjunto puntuales y reconocibles de intereses que se ven afectados por el realizarse de determinadas condiciones adversas (hay un caso más, en realidad: el de intereses puntuales que se ven beneficiados por el darse de una crisis – pero esto nos llevaría a hablar de narración pública como forma de manipulación, lo que definitivamente no es nuestro tema). Por lo cual ni la declaración de crisis (o sea el juicio), ni mucho menos la solución a la crisis misma (solución propuesta, dispuesta o impuesta que sea) son neutras ni neutrales y, por ende, no suelen ser universalmente aceptadas.


1.2. Pasamos entonces ahora a bosquejar algunos aspectos de orden histórico entorno a la crisis. Si, como hemos visto, una crisis traduce siempre el quebrarse de un interés puntual, y si no hay interés que no se proyecte una dimensión futura de realización, pues entonces podemos definir la crisis como la interrupción de un flujo que apunta al futuro en tanto que horizonte de realización de un interés peculiar. Es sobre la idea de futuro, entonces, que conviene razonar ahora.

En el occidente que se define a sí mismo como moderno, la idea de futuro pareciera estar estrechamente ligada a la idea – fundadora – de razón y al paulatino realizarse en el mundo y en la historia que la acompaña. Si observamos esa cuna de la modernidad que fue, por un lado, la Ilustración y, por otro lado, la Revolución Francesa, lo que notamos es el aflorar, junto con la idea de futuro, de una cierta prisa – prisa que los siglos anteriores, fincados sobre muy distintas metafísicas, desconocían y que se da justo después del despertar de la razón y como consecuencia de ello. Esta prisa, inseparable de la idea misma de modernidad, rezuma de la consciencia de la razón recién despierta de haber tardado demasiado en despertar, de haber echado a perder siglos, y se caracteriza por lo tanto como la urgencia por un lado de recuperar el tiempo perdido y, por otro lado, de empoderarse del futuro, que le pertenece en tanto que único horizonte posible para su propria realización. La prisa de los modernos es de hecho una prisa eufórica. Los discursos de Robespierre, por ejemplo, están empapados de impaciencia. Voltaire lamenta el haber llegado tan tarde de la razón y sostiene que ahora que por fin la humanidad se ha despertado es preciso acelerar el ritmo de la historia. Más revelador aún es Kant: después de forjar la célebre definición de la modernidad (definición programática, como veremos) como salida del ser humano de la minoría de edad, se pregunta si su propia época – esa misma época que festeja el alcanzar, para el hombre, de la mayor edad – sea una época finalmente ilustrada; pregunta a la cual responde que no, que la suya no es una época ilustrada, sino más bien (o tan sólo) una época de ilustración. ¿Qué quiere decir con esto? Pues, que la Ilustración – salida del hombre de esa minoría de edad del permanecer en la cual él mismo era responsable – no puede ser pensada como punto de llegada, como realización, sino que hay que entenderla más bien como punto de partida – y he aquí la definición programática de modernidad a la cual acabo de hacer referencia: la Ilustración es un punto de fuga que urge hacia un futuro de progresiva y constante realización de la razón en la historia (¡progresiva y constante!: este punto es esencial para entender lo que la crisis representa en la modernidad); la Ilustración se pensa a sí misma como punto de partida de un correr hacia delante que coincide con la esencia misma de la modernidad. Observen como la idea de modernidad no define una realización realizada: sí realización, pero siempre realización realizante.


El futuro, para el hombre moderno (y fíjense que este discurso, en principio de orden metafísico, se extiende luego tanto a las sociedades como a lo individuos) – el futuro, decía, es el horizonte mismo, la condición de posibilidad, de su propia realización: el hombre moderno se realiza en la historia o no se realiza. Hegel es quizá el intérprete más lúcido de esta visión del mundo: la realidad no es algo dado, cristalizado en una suerte de eterno presente, sino devenir histórico.

Si quisiéramos fijar todo este discurso en un fórmula, podríamos decir que la modernidad se piensa a sí misma como proceso de progresiva y constante realización del hombre en la historia.


Ahora, este correr hacia delante – que empieza en realidad por lo menos un siglo antes, con el advenimiento de la nueva ciencia, aunque se fije como idea sólo bien adentro el siglo XVIII – no es algo abstracto, sino un proceso total que se estrella en incontables dimensiones. Una la acabamos de mencionar: la ciencia, que de hecho se piensa como carrera hacia el descubrimiento del mundo. Pero la ciencia no es ni la única, ni forzosamente la más relevante manifestación de este correr hacia el futuro: piensen en la técnica, que de la ciencia es hija y madre al mismo tiempo, cuyo correr hacia delante se configura como dominio; o piensen en la música, donde por un lado se va desarrollando una nueva plasticidad rítmica y, por otro lado, se empiezan a explorar los límites de la tonalidad; piensen en la política, donde la prisa de recuperar el tiempo perdido anima la Revolución Francesa; piensen en la economía, que a mediados del siglo XVIII ya se configura como una instancia destinada a revolucionar no solamente la esfera material del vivir, sino incluso las coordenadas fundamentales de la ética pública (en La fábula de las abejas, importantísimo texto de la segunda mitad del siglo XVIII, Mandeville aclara que, ahí donde reina el mercado, el público beneficio es función del vicio privado, ya no de la virtud).


Ahora bien, en el marco de este moderno correr hacia el futuro como horizonte de realización, la idea de crisis se impondrá como un objeto oscuro, cargado de una aterradora negatividad – y digo objeto, no situación, porque es tanta la carga negativa que la idea misma de crisis evoca, tanta la angustia, que se impone fuerte la tendencia a hipostasiarla: en una hipotética mitología del presente, la crisis sería quizá la única deidad oscura que cuente con el permiso de habitar el olimpo deshabitado del mundo en proceso de ilustración.


De todos modos, y para resumir, la idea de crisis reenvía a una suerte de perturbación que, al intervenir, obstaculiza la carrera proyectiva y progresiva de la humanidad hacia el futuro; una perturbación que, por horrible que sea, no es más que momentánea, y cuya centralidad en el firmamento de las ideas cardinales de la modernidad se vuelve patente precisamente en cuanto confirma, aunque sea en negativo, la colocación del hombre en el marco de ese correr proyectivo y progresivo rumbo al futuro que caracteriza al occidente por lo menos desde la Ilustración.


1.3 Ahora bien, sucede que a partir de cierto momento la idea de crisis conoce una mutación sustancial. Otrora atropello sí terrible pero nunca más que momentáneo, la crisis se va paulatinamente transformando en una característica estable del panorama humano que se enrosca alrededor del devenir histórico hasta convertirlo de carrera proyectiva y progresiva hacia el futuro en devenir de la crisis y en la crisis: a partir de cierto momento, la crisis se asienta como normalidad, una suerte de ruido de fondo que acompaña de manera casi imperceptible el humano día a día.


Esta normalización de la crisis se da cuando una característica esencial que hemos encontrado en la modernidad – la idea de futuro como horizonte ontológico de toda realización humana posible – empieza a desdibujarse en una pura dimensión temporal; una dimensión que ya no reenvía a otro futuro posible que no sea el que plantea la repetición a ultranza de la única realidad real, que es la presente.

Noten que la normalización de la crisis no es sino la otra cara de la evaporación del futuro. A lo largo de su trayectoria clínica, Miguel Benasayag y Gérard Schmit observan que las humanas pasiones se han vuelto tristes. ¿Por qué? Esencialmente – dicen – porque el futuro ha cambiado de signo:ya no es promesa, sino amenaza. ¿Y por qué el futuro se habría convertido en amenaza? Pues porque – y en el momento en que – ha dejado de pertenecer al hombreen tanto que horizonte de su propia realización. A esto me refiero cuando digo que, de cierto momento en adelante, el futuro se ha evaporado. Hay una fecha que marca, por lo menos simbólicamente, el inicio de esta evaporación del futuro: 9 de noviembre de 1989, caída del Muro de Berlín.


¿Qué tiene que ver la caída del Muro de Berlín con la evaporación del futuro? Pues decía Hegel que la historia es un proceso dialéctico que debe su evolución a la oposición dinámica entre instancias antitéticas cuya conciencia de sí depende precisamente de la oposición. Ahora bien, la caída del Muro de Berlín simboliza el desmoronarse de los dos grandes paradigmas antitéticos a partir de los cuales el universo humano había sido pensado durante casi dos siglos: capitalismo y socialismo. La impresionante evolución política, social y económica que ha caracterizado todo el siglo pasado – evolución que los fascismos han intentado detener sin afortunadamente ningún éxito sustancial – es ininteligible fuera de la referencia a esos dos paradigmas y a su relación dialéctica.


El colapso de uno de los dos polos, al determinar la globalización de facto del otro, instaura un orden de realidad que podríamos definir post-histórico, en el cual el presente se estanca en una realización realizada (una realización que, dicho sea de paso, no deja mucho espacio para el optimismo: empieza el presente largo del “capital absoluto”, cuyo eje ideológico es el neo-liberalismo y cuyo corolario es el espantoso regreso de todas esas injusticias sociales que el mundo occidental había logrado superar durante dos siglos de luchas de clases; vuelve la aristocracia después de dos siglos exactos de ausencia – 1789, 1989 –, una aristocracia ya no de sangre sino ahora financiera, sideralmente lejana tanto del proletariado como de la burguesía, y que el mismo Marx había profetizado; se asiste a la progresiva destrucción de todas y cada una de las agencias de sentido cuyo fundamento sea la comunidad – la familia, por ejemplo… etc.); el presente, decía, se estanca en una realización realizada, mientras que el futuro se despoja de toda vocación ontológica para asentarse como espacio a-histórico de mera reproducción de lo que ya existe (salvo modificar sin cese lo aparente); la realidad cuaja entonces en el conformismo, ya sea rampante o depresivo y la moderna euforia se convierte en post-moderna apatía (fíjense, a propósito, que “apatía” es uno de los tantos términos de los que se han adueñado los psicólogos, oscureciendo así que apático es quien se ha ausentado de sí mismo como actor histórico; apático es quien, desconectado de toda proyección utópica, necesariamente colectiva, ya no cuenta con otra realidad y compromiso que no sea la reproducción defensiva de su vida biológica – la apatía es un problema filosófico, no psicológico).


Bueno, y ¿qué ha pasado con la prisa? La prisa se ha quedado, aunque sólo por inercia; salvo que hoy – en el mundo de la realización realizada, donde esa suerte de leviatánico estómago que es el capitalismo ha resignificado el entero espectro de lo real –,ya no se corre hacia delante, ya no hay ningún otro mundo pensable hacia el cual correr (bien lo dijo Margaret Thatcher: “there is no alternative”), así que no queda de otra que seguir corriendo, sí, pero como pronto aprenden a correr los ratoncitos en la rueda.


Decíamos que la crisis deja de ser una excepción para normalizarse. Podríamos preguntarnos ahora el por qué. Si lo hiciéramos, quizás deberíamos respondernos que en un mundo finalmente realizado la crisis juega un papel psicológico crucial: en cuanto plantea la urgencia de encontrar una solución que nos saque de un estado percibido como de atropello (estado a veces completamente artificial, como es el caso del COVID), la crisis mantiene viva – aunque sea de manera ilusoria – la conciencia de un futuro (y por ende de un presente) en el cual queda algún espacio para actuar, un futuro en el cual tiene todavía una apariencia de sentido proyectarse.


Hay una pregunta que, entre todas, se me figura como sumamente reveladora: ¿dónde iremos – como individuos o como sociedades: da lo mismo –; dónde iremos una vez superada la tal crisis? Respuesta: ¡rumbo a la siguiente crisis!


2. RESILIENCIA


Y llegamos así al concepto central de la charla de hoy: la resiliencia. Concepto que no podemos no leer en relación con la normalización de la crisis.


Recuerden, para empezar, que el término “resiliencia” no es propio de las ciencias humanas, sino dela ciencia de los materiales, donde designa la capacidad distintiva de ciertos materiales para recobrar su forma o estado inicial después de haber sido sometidos a una presión deformante. Por extensión, el término “resiliencia” ha sido absorbido por las ciencias humanas para relevarla capacidad que tendrían ciertas personas de soportar presiones y atropellos procedentes del entorno sin derrumbarse.


Ahora bien, lo que en los materiales se manifiesta como una característica intrínseca– algo inscrito en la naturaleza del objeto, y que lo define desde dentro –,en las personas se presenta de una manera completamente distinta: cuando decimos que Fulano es resiliente, lo que queremos decir es que su manera de articular la actitud y la conducta ante ciertas presiones y ciertos atropellos del entorno es de un cierto tipo. ¡Ojo!, la manera de Fulano; pero no necesariamente también de Sutano. ¿Qué quiero decir con esto? Pues, en los materiales, resilientes son obviamente todos aquellos que pertenecen a una misma clase, no algunos sí y otros no: si con respecto a las personas la resiliencia fuera una característica en el mismo sentido en que lo es respecto de los materiales, entonces todas las personas, por el hecho mismo de ser personas, deberían tener en sí, como característica intrínseca, la resiliencia – lo que evidentemente no es. Quiero entonces decir que, propiamente, nadie es resiliente; más bien aprende a serlo. Y aprende a serlo no en abstracto, sino 1) dentro de un contexto específico, 2) dentro de una específica hermenéutica de ese contexto específico y 3) en función de ese contexto. Dicho de otra manera, la resiliencia se presenta, en las personas, como un patrón de relación aprendido que define, en términos tanto anímicos (sentir, interpretar…) como conductuales (actuar, reaccionar…), un esquema positivo de interacción entre persona y mundo (“positivo”, aclaro, en el doble sentido de socialmente apreciado y no-natural).


Así que la cuestión será entender cómo se configura dicha relación. Me parece que un primer aspecto es que el concepto de resiliencia presupone (me atrevería a decir: oculta) una interpretación asimétrica de la relación entre persona y mundo. Si recuerdan, hablando de la idea de modernidad, nos encontramos frente a un hombre que se concebía a sí mismo como sujeto que no solamente hace la historia, sino que también (y sobre todo) se hace en ella. Una historia que, desde luego, era pensada como plástica (Fichte escribía que en la historia no se encuentra otra cosa sino lo que nosotros los humanos le hemos metido…). Ahora bien, en ese contexto la relación entre persona y mundo – persona e historia – era por eso mismo simétrica: por esto la modernidad podía rechazar la idea de un mundo dado y eternamente presente para celebrar la idea de futuro como horizonte de eufórica realización. Pero luego vimos que esta idea de futuro termina por derrumbarse y que lo que termina imponiéndose es nada menos que ese mundo dado que la modernidad tan rotundamente había rechazado – un mundo que, en el caso específico, se manifiesta bajo la forma definitiva y sin alternativa del capitalismo absoluto, un determinado orden social, político, económico e ideológico que envuelve nuestras vidas mas que no está en nuestras manos, como no están en nuestras manos las leyes de la física. En este desliz histórico ya no queda espacio alguno para una relación simétrica entre persona y mundo: la historia ya no es horizonte de eufórica realización, sino todo lo contrario, recinto de apática adaptación. Ahora bien, la resiliencia no es otra cosa sino la forma aguda de esa apatía crónica que fundamenta la post-modernidad. Una forma patológica que paradójicamente se disfraza de ideal supremo de salud mental.


El segundo aspecto no es que una especificación del primero: el esquema de relación persona/mundo que la resiliencia plantea es esencialmente reactivo – el mundo demanda, la persona responde (¡nunca puede darse el contrario!). Resiliente es el que – bien integrado en una historia que ya no es horizonte de eufórica realización sino recinto de apática adaptación, y dócilmente acostumbrado a vivir en un mundo constantemente en crisis –, resiliente es el que ha abandonado toda rebeldía hacia el orden social, político, económico e ideológico dado, todo empuje crítico y propositivo hacia el futuro; resiliente es el que ha aprendido a aguantar el peso del mundo intentando seguir en lo suyo. Contrariamente a lo que acostumbra pensar, la resiliencia es entonces una virtud eminentemente pasiva, fincada sobre una visión hiperrealista de la realidad y sintomática de una humanidad que ha renunciado a vivir en la historia para conformarse con habitar un destino.


Tercera característica: concentrarse sobre la resiliencia desvía la atención de la dimensión esencialmente social y política del sujeto. Este punto es sumamente importante. Decíamos que la resiliencia no es una característica intrínseca, sino una patrón de relación que se va aprendiendo. Ahora bien, este proceso de aprendizaje, que se cristaliza en una específica figura del trabajo sobre sí mismo, de manera colateral acaba atomizando al sujeto, es decir, lo termina aislando del entorno, lo ensimisma en una burbuja abstracta y eminentemente defensiva, lo despoja – en fin – de toda consciencia de su dimensión social y política, dimensión por otro lado infranqueable. Pues, nos encontramos aquí frente a una situación verdaderamente dramática: así delineado, el resiliente es un sujeto ficticio que vive en un mundo ficticio. Es un sujeto ficticio, porque se ha retirado de la historia; y vive en un mundo ficticio, porque está condenado a cargar con todo tipo de problema sistémico sin otra alternativa que intentar oponer soluciones biográficas.

Permítanme abrir un paréntesis. Cuando hablo de “soluciones biográficas a problemas sistémicos” me refiero a esa característica que, entre otras, el sociólogo alemán Ulrich Beck aisló como típica de nuestra época: si después de la caída del Muro de Berlín el neo-liberalismo se impone como un horizonte fijo, post-histórico, pues entonces el sufrimiento que su corolario de injusticias sociales causa en las personas deberá resolverse en las personas mismas, sobre las cuales cae entonces todo el peso de la responsabilidad de un malestar que, en última instancia, se interpretará como imperfecta adaptación al mundo – para esto sirve el concepto de resiliencia. Ahora, la industria de la psicoterapia prospera precisamente en esta confusión entre dominio sistémico y dominio biográfico, por lo cual la psicoterapia, que promete ayudar al sujeto, en realidad confirma su condena, reforzando indirectamente la convicción de que la raíz del sufrimiento llamado psicológico esté en el paciente, no en el mundo – o, de todos modos, dando a entender que es el paciente quien tiene resolver el problema, aunque stricto sensu el problema origine fuera de él. Noten como esta concepción, en psicología, en realidad haya sido superada por el paradigma sistémico, el cual ha convincentemente demostrado que 1) el portador del síntoma no es necesariamente (también) el enfermo, que 2) la categoría de enfermedad, en psiquiatría, no reenvía necesariamente a una dimensión individual, y que, por ende, 3) la mirada psicoterapéutica, para ser verdaderamente tal, tiene que devolver el individuo a la dimensión sistémica (es decir, social y política) que lo sostiene. Se trata evidentemente de un problema muy delicado, mencionando el cual quisiera terminar esta exposición; un problema que atraviesa toda la historia de la psicología clínica, a saber: ¿quién es el paciente: el sujeto individual o el sujeto social?Este dilema está claramente definido en los cimientos mismos de la psicología clínica, es decir, en la relación dinámica entre Yo, Super-yo y Ello planteada por el psicoanálisis ortodoxo. Es en la teoría del Super-yo, mucho más que en la del Ello, donde Freud asienta los prolegómenos a toda psicología futura; a partir de ahí, la alternativa será tratar el paciente ignorando a la historia (hacer psicología clínica) o intervenir en la historia representada en la figura del paciente (hacer filosofía clínica), tertium non datur. El camino que la psicología ha elegido – camino que cristaliza su pecado original – lo sintetiza magistralmente el psicoanalista Néstor Braunstein cuando dice que la psicología hace “pasar de contrabando la idea de que la sociedad humana es también un ‘medio natural’, tan ‘natural’ como el hielo para el oso polar o la montaña para el cóndor”. Esta tendencia adaptacionista de la psicología, basada en asumir como naturales circunstancias que son en realidad artificiales, no es obviamente inocente: trabajar sobre el sujeto/paciente para adaptarlo al medio es íntimamente funcional a la repetición sin alternativa del orden de realidad vigente; significa apagar desde la raíz toda subjetividad crítica, toda rebeldía (¡suerte que en 1789 los psicólogos no existían aún, sino en lugar de los Derechos Humanos, hijos de la Revolución Francesa, celebraríamos hoy quizá la resiliencia cobarde de un pueblo felizmente adaptado a sus cadenas!…).


La psicología carga con una responsabilidad importante en este proceso que ha llevado al individuo a distraerse del mundo para concentrarse en sí mismo perdiendo toda conciencia de la dimensión política que ineluctablemente articula la personalidad como tal. El individuo no es una entidad nuclear que simplemente se yuxtapone a otras individualidades nucleares con las cuales entretiene relaciones de tipo contractual, ni vive como alieno en burbujas sociales y políticas que le son ajenas.Al contrario, el individuo está atravesado por el mundo:que esté o menos consciente de ello, la persona al mismo tiempo vive en la historia y es vivida por la historia. Así que, para contestar a la pregunta implícita de este encuentro, sugiero que, ante (las) situaciones críticas (por las que estamos pasando), lo más saludable sería, si no es que sustituir, por lo menos balancear el culto a la apática y solipsista resiliencia con el cultivo de la eufórica y comunitaria rebeldía como condición y prueba de la reincorporación consciente y responsable del individuo en la historia.


¡Gracias por su atención!



* Ponencia para la Conferencia de Psicología de la Universidad Antropológica de Guadalajara sobre el tema Desarrolla tu voluntad y resiliencia en situaciones críticas, Guadalajara (Jal., México), miércoles 27 de octubre 2021.


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Bibliografía

Beecher, H.K.

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